Daniel Capó | 17 de enero de 2021
El monje noruego Erik Varden indaga en The Shattering of Loneliness acerca del modo en que la memoria se anuda a nuestra carne y a nuestros anhelos.
Se diría que a la fe se llega a través de la carne, puesto que, frente a la tentación gnóstica, tan presente a través de los siglos, el cristianismo se ha mantenido fiel a la materialidad de su credo. Fue la carne crucificada la que redimió a la Creación y el Dios hecho Niño quiso ser colocado en el comedero de un establo para que, de este modo, «toda carne viera la salvación de Dios». Según el salmo, «el abismo llama al abismo», lo que nos habla también de la memoria del sufrimiento. El monje noruego Erik Varden tenía nueve o diez años cuando descubrió por vez primera el clamor callado de la carne lacerada. Su padre, un veterinario rural, se aprestó a ayudar a un granjero en la siega. Era verano y el sol ardía sobre los campos de avena. El granjero trabajaba con el torso descubierto, sudando copiosamente. Su espalda estaba cubierta de cicatrices, testimonios de la sangre vertida. Nadie hablaba de ello en el pueblo, pero aquel hombre había sido salvajemente torturado por los alemanes durante la guerra. «Fue como si el dolor del mundo –escribe Varden en The shattering of Loneliness– hubiera penetrado a través de aquellas cicatrices en mi bien resguardado universo». Con su silencio, la carne se había impuesto al niño al igual que la realidad, una realidad que no admite lecturas idealizadas.
The Shattering of Loneliness
Erik Varden
Bloomsbury Continuum
192 págs.
10.39£
Varden empezó entonces a leer los clásicos del Holocausto: Elie Wiesel y Primo Levi, Etty Hillesum y Aharon Appelfeld. Quería comprender y quería creer; no en Dios, sino en nuestra humanidad. «El mundo, entendí, es un lugar amenazante», dijo. Le agobiaban la superficialidad, la falta de expectativas, la crueldad del hombre, el miedo: «La oscuridad que me rodeaba con sus susurrantes apuntes de desesperación no era, como llegué a temer durante años, una señal de alguna deficiencia en mi temperamento, sino la compasión, latente entonces, que buscaba encontrar una voz». Y esa misteriosa voz la halló a los dieciséis años escuchando la Segunda Sinfonía de Gustav Mahler, llamada Resurrección, en la interpretación de Leonard Bernstein. Acababa de comprar el vinilo y lo escuchaba por vez primera. Unos versos, cantados por la contralto, la soprano y el coro, le golpearon hondamente:
Ten fe, corazón mío, ten fe: ¡nada se perderá!
Aquello que has anhelado es tuyo, sí, tuyo;
Tuyo es aquello que has amado y por lo que has luchado.
Ten fe: no has nacido en vano. No has vivido ni sufrido en vano.
La vida no es en vano -se diría que tampoco la carne ni la memoria que guardamos de ella-. Y si no es en vano, entonces la vida tiene sentido. Aquel joven noruego, agnóstico, brillante alumno poco después en Cambridge, se haría católico y, más adelante, al terminar sus estudios, monje de la Trapa en Leicestershire, cisterciense de la más estricta observancia. Acaban de nombrarlo obispo de Trondheim, en su país natal. Sé que es uno de los más finos ensayistas de nuestro tiempo.
Un ejemplo lo encontramos en este hermoso libro: The Shattering of Loneliness. On Christian Remembrance. Llegué a él gracias a Zena Hitz, profesora del St. John’s College, quien me lo recomendó y a quien debo otra de las lecturas más gratificantes del año: Lost in Thought. Ambas obras reflexionan sobre la memoria y el alma como lugar de encuentro y de reconciliación. Pero es en The Shattering of Loneliness donde se indaga abiertamente acerca del modo en que la memoria se anuda a nuestra carne y a nuestros anhelos. En el catolicismo, observa Varden, «encontré un espacio que me permitía abrazar mis contradicciones sin comprometer la Verdad. Podía afrontar y purificar tanto mis penas como mis deseos. […] La Iglesia se convirtió para mí en inspiradora de la memoria. Me permitía leer mi vida, a menudo banal, como un relato de redención que no sólo alcanza los orígenes de la creación sino que apunta, se dirige, hacia delante, hacia la eternidad». Memoria del pasado y del futuro, del testimonio de la carne y de su resurrección. Como un maestro de la vida interior, Varden recoge el hilo de la memoria en la tradición cristiana para centrarse en el corazón del hombre: aquel legendario «ad corda nostra redeamus» del papa san Gregorio Magno. El amor mismo es el conocimiento, nos dirá ese mismo Papa, recordando que el sentido de la vida se juega precisamente en la memoria meditada, en la memoria además que ahuyenta el odio para convertirse en esperanza.
No hay magia en la acción de Dios, Él no cancela las huellas de la vida que hemos vivido. Nuestras heridas permanecen, aunque al ser sanadas se hacen gloriosas, como le sucedió a Cristo en la aurora de PascuaErik Varden, The Shattering of Loneliness
«Recuerda que eres polvo», «Recuerda que fuiste esclavo en Egipto», «Recuerda a la mujer de Lot», «Haced esto en conmemoración mía» son los títulos de algunos de los capítulos en los que se estructura el libro y a través de los cuales Dom Erik Varden va dialogando no solo con la exégesis bíblica, los Padres del desierto o su experiencia monástica, sino también con la literatura, la filosofía, el arte y la historia del siglo XX. Nos habla de los suicidas y de Treblinka, de música y de la escala de Jacob como una memoria Dei que nos invita a perseverar en la humildad para poder contemplar así el abismo existencial del ser humano. Recuerda –nos insiste– y atrévete a mirar la carne lacerada.
Pensemos en el apóstol. Santo Tomás tuvo que tocar las llagas de Jesús para poder creer. Palpó las heridas y se postró en el suelo en señal de adoración. Lo asombroso no es la profesión de fe que hace el discípulo –«Señor mío y Dios mío»–, sino la carne misma de Jesús, la carne crucificada del Verbo que conserva sus heridas a pesar de la gloria de la resurrección. A Simone Weil no le pasó por alto este hecho. Tampoco al obispo Varden. Escribe: «No hay magia en la acción de Dios, Él no cancela las huellas de la vida que hemos vivido. Nuestras heridas permanecen, aunque al ser sanadas se hacen gloriosas, como le sucedió a Cristo en la aurora de Pascua». Nuestras heridas permanecen, no se borra nuestra vida. Se diría que la memoria actúa como un sello de la justicia: recuerda que fuiste esclavo.
Por supuesto nada se pierde, aunque calles; pues hay un clamor secreto en la carne que lo impide. «La paz de los cielos –afirmaba el abad de Rancé, fundador de la Trapa– pertenece a aquellos hombres que la han guardado en la tierra». No se trata de una abstracción ni de un vago sentimentalismo, sino de un mandato concreto, de raíz histórica. Teológicamente, en la memoria Dei se guarda un doble recuerdo: lo ya acontecido y lo que va a suceder al final de los tiempos. También en nuestras vidas concretas. «Debo reconciliarme con mi pasado –escribe el obispo de Trondheim– y jamás debo olvidar mi redención. Debo aprender a ser agradecido y a luchar por vivir una vida digna de la libertad que nos ha sido ganada. De este modo, incluso la memoria del tiempo pasado en el más cruel de los cautiverios se puede convertir en una fuente de paz, que estalla en alabanza». Así, la memoria no se convierte en la tierra baldía del odio, sino en el agua primera de la esperanza, en su lugar de origen.
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